ANTONIO MACHADO: Ligero de equipaje
Por Marino Liso
Publicado en la revista Umbral, de la Sociedad de Autores Independientes. ( Nº 3, página 3).
Cuando a finales de enero de 1939, Antonio machado llegó a Colliure en un pequeño tren de madera, venía ya derrotado, cansado y triste. El penoso viaje entre Barcelona y la frontera francesa había hecho mella en la delicada salud del poeta y en la de su madre, doña Ana Ruiz, que permaneció con él hasta el final. Su cuerpo estaba exhausto, pero más, si cabe, su alma. Salía de la España en guerra que tanto le dolía en esos momentos y a la que amaba con todo su corazón, gran corazón.
En España se perdió el maletín con sus apuntes y su cuaderno de notas. Con su ligero equipaje y el de otros muchos españoles desesperados, quedaron quizás sus últimos trabajos literarios, sus preciados versos y la poca esperanza que aún le podía quedar para seguir cantando, como tan magistralmente lo hiciera antaño, a España, a Soria, a Sevilla, a Leonor o a Guiomar.
No puedo imaginar el sufrimiento y el silencio del poeta en esos momentos. Ni siquiera el hecho de ser reconocido por un ferroviario en Colliure y la acogida dispensada por Pauline Quintana, dueña del hostal , y por Juliette, la propietaria de la pequeña tienda del pueblo, compensaban el dolor que debió sentir el poeta ante la ruptura tan traumática que suponía el exilio.
Tampoco el Dovy, pequeño riachuelo que discurre por delante del hostal, pudo saciar su sed de Duero, patente desde que abandonó su querida Soria, ni los plátanos suplieron a los álamos dorados ni al limonero que retrata en el escenario de su infancia en Sevilla. La mano que sostenía su pluma, no recibía el soplo del alma que había quedado vagando en una España oscura y derrotada.
Ese escaso mes, hasta su muerte, debió ser de un vacío inmenso. Tan solo consolado por las miradas al mar en aquellas tardes soleadas de febrero, no hilaban los versos en trozos de papel, aunque su mente no se apartara un segundo de los recuerdos dejados atrás, y a pesar de su inmenso amor latente y frustrado por Guiomar.
Cuántas veces , al cerrar los ojos, debió trasladar sus sueños a la sombra del Olmo Seco, buscando el Moncayo azul y blanco y añorando siluetas plateadas y llanuras inmensas.
En sus largos paseos, tuvo que echar de menos la mano de Leonor, su esposa fallecida en lo mejor de su juventud.
Son días bajos y tristes de Machado que, falto de musas, escribe notas en papeles arrugados como el que encontró su hermano José en su chaqueta tres días después de su muerte. Nos dejó escrito su último verso, un verso alejandrino realmente bello en el que nos transmite que regresa a su infancia:
Estos días azules y este sol de la infancia
Primaveras azules, otoños azules, sol de Sevilla y de Baeza, espigas doradas y atardeceres junto al Duero se pueden contemplar en este verso que resume el estado del poeta en esos duros momentos en los que, a pesar de todo, se aferra a su pasado como aferrándose a la vida que se va. También contemplo en él las luces de la República, ahora oscurecida, que, como buen maestro, supo transmitir. Es la luz de la infancia y la juventud y el sol de sus amores profundos lo que quiere expresar Machado en un verso sin signos de puntuación, sin principio ni fin, como queriendo abarcar, con su recuerdo, todos los momentos felices y todo lo que añoraba en el universo de sus mundos sutiles. Es como un suspiro de nostalgia.
El veintidós de febrero de 1939, a la hora de partir, falleció Don Antonio Machado, tan cerca y tan lejos de la España que adoraba, casi desnudo, como los hijos de la mar.
¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
1914
Campos de Castilla
Antonio Machado
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